Zillah no es dada a escuchar, pero por una vez me hizo caso.
Pasear durante el día tenía un inconveniente; el chocolate se derretía con el calor. Continué mi costumbre de comerlo por la noche.
– Me gusta pasear por el día, podemos ver el Marjal lleno de vida – comentó sonriente. Sujetaba un cigarro encendido en la mano.
– No se puede decir que el Marjal tenga demasiada vida – repliqué.
– Oh, venga ya, todo está vivo. El agua, las plantas, el viento…
– Los árboles muertos – añadí.
– Sí… ¡No! ¿Cómo van a estar vivos los árboles muertos?
– ¿Qué es eso?
– ¡No cambies de tema!
– Mira, en serio, sale humo de ahí – Zillah miró hacia la zona boscosa que le señalé. Yo decía la verdad, salía humo.
– No huele a quemado – comentó preocupada.
– ¿Echamos un vistazo?
– Sí, tu casa está cerca. Si hay un incendio podrías quedarte sin hogar, y no veo yo muy claro el que la abuela te vuelva a acoger.
– Vaya, gracias.
– Yo siempre me preocupo por ti – me sonrió. Su sonrisa era vanidosa pero tan absurda que solía enternecerme.
– He hablado con sarcasmo.
– Re’thel, eres muy poco expresivo. El sarcasmo tiene que lanzarse con más obviedad, si no es imposible que…
– ¿Vamos o no vamos?
– Sí, sí.
Atravesamos la fina línea entre dos pequeñas charcas y salimos a una zona despejada. Un grupo de obreros estaba preparándose para comenzar su jornada de trabajo. Edificaban algo que sólo tenía marcado el perímetro por el momento. El humo no era humo, sólo polvo que se levantaba con la maquinaria que utilizaban.
Zillah se acercó a un orco con barba.
– Pehdone, ¿qué e’ todo ehto?
– Una casa, trol, ¿es que no lo ves?
– ¿Ve’? A eso me refería con lo del sa’cahmo – dijo para mí. Luego se giró hacia el orco y continuó su conversación – no me sea te’co, por favo’. ¿Eh una vivienda?
– ¡Eso le he dicho! – gruñó el orco.
– ‘ero no se ponga así – insistió Zillah.
– ¿Quiere algo o sólo va a hacerme perder el tiempo?
– Pueh… – se giró hacia mí y me murmuró al oído – Aprovecha – luego volvió al orco – ¿Me podría ‘ecir cuánto cohtaría anexiona’ un ehtablo a mi hoga’?
– Eso depende. ¿De qué tamaño lo quiere? ¿hacia dónde hay que orientarlo?
– Pueh grande, orienta’o hacia el no’te.
– Su salón da hacia el norte.
– No, hacia el noroehte.
– ¿Dice que quiere que su establo sólo esté unido a su casa por una esquina?
– ¡No! – me alejé tranquilamente – mi casa ehtá rodea’a d’agua, el ehtablo no podría e’tar uni’o.
– Oiga, ¿me está tomando el pelo?
– El e’tablo tiene que ehtar anexiona’o al salón pero dehde el suelo. Com’un sótano.
– ¿Cómo va a poner el establo bajo su casa? Cualquier animal necesita luz, y, además, construir bajo una casa ya edificada es peligroso. Hay tuberías, cables…
– Vale, ‘ale. Supo’go que uhted no es capa’ de hace’lo. No tie’e ganah de trabaja’, ni de gana’ dinero…
– No, no, espere…
Zillah tiene un gran talento para conseguir que las personas le sigan la corriente. Y discutir con ella es imposible. Acaba dejando tus funciones neuronales fuera de juego.
Cotilleé unos planos y descubrí que era una modesta casa de una sola planta.
Había un montón de obreros. Todos parecían fuertes y capaces, todos orcos.
– No esperaba verte por aquí – una voz sonó a mi espalda. Al girarme encontré a una chica de pelo castaño y piel rosácea.
Era menuda, y llevaba una camiseta de tirantes escotada. Tenía los pechos pequeñitos.
– ¿Noh conocemo’? – era difícil asegurarlo sin mirar su cara, pero las camisetas con escote tienen un efecto magnético. Incluso en un cuerpo menudo de carne rosa.
– ¿Qué? ¡Soy Annecy! ¡Tú me hablaste de esta zona! Por eso me estoy construyendo una casa aquí.
– Ah.
– Pero, ¿no te acuerdas? ¿… de nuevo? – su voz sonó tan histérica que tuve que mirarla. Los ojos azules de criatura aterrorizada eran inolvidables.
– ¿No tenía’ casa?
– Sí.
– Entonceh, ¿po’ qué te construyeh ot’a?
– Ya no quiero vivir allí.
– Bueno, pueh… Bienveni’a.
– Gracias.
– Oiga – el orco me llamó – ¿esta señora está en sus cabales?
– No lo sé – respondí – ¿lo ehtás?
– ¡C’aro que lo e’toy! – chilló Zillah – ¡Hah perdi’o una venta!
– Pero…
– ‘ámonos, Re’thel – mi prima tiró de mí y dimos por finalizado el paseo cuando terminé de explicarle que Annecy se había mudado al Marjal tras escuchar unas recomendaciones que yo no recordaba haberle hecho.
Llegué a casa a la hora de comer, y Zillah se marchó rápidamente a trabajar.
Me desconcertaba que hubiese una humana viviendo en la zona. Seguía preguntándome si no era algún tipo de complot.
Me asaltó otra duda.
Si la casa no era más que una zona con piquetas clavadas en el suelo, ¿dónde estaba viviendo Annecy? Llevaba en el Marjal aproximadamente dos semanas.
No podía haber estado durmiendo en el bosque todo ese tiempo. Por fuerza, esa muchacha humana había estado en contacto con su gente.
Mmm… ¿Dónde dormía?
Tenía tantas preguntas y recelos que decidí acercarme a cotillear. Cogí una bolsa de bolitas de chocolate goblin y me fui hacia el futuro hogar de Annecy.
Me oculté tras un árbol grueso y escuché. Dudé de mi capacidad para camuflarme con el entorno ya que tengo la piel azul.
– Zug zug, la chimenea será lo primero en estar completamente terminado – escuché repentinamente que decía el orco a la humana.
Se habían acercado paseando hasta mí, y continuaban caminando despacio.
– Es importante que sea el centro de la casa. El comedor no tiene por qué ser espacioso, ni tampoco la habitación. Sólo me preocupa no pasar frío. El sótano es perfecto – me intenté asomar para ver si podía asociar las áreas marcadas con las estancias que mencionaba, y con el movimiento se me cayó una de las bolitas de chocolate. Me quedé muy quieto. Tal vez no la viesen.
– Sí, sí, si los planos ya están hechos, por eso no se preocupe, el arquitecto siguió todas sus indicaciones.
– Bien, y… ¿Qué es eso? – Annecy retrocedió un par de pasos cuando la bolita de chocolate cruzó rodando el suelo ante sus pies.
– Buenas – dije. Extendí la mano. Nadie me la estrechó porque llevaba la bolsa agarrada. Creo que el orco se preguntó si le estaba ofreciendo las bolitas. Las aparté cuando vi que iba a quitarme una. Eran mías.
Luego me miró a la cara y la expresión de su rostro cambió.
– ¡No! De eso nada, yo no voy a construir vuestro puñetero sótano – se alejó maldiciendo en voz alta.
– ¿Qué haces aquí? – me preguntó la humana. Cuanto más miraba sus ojos, más me conmovían… Tan desvalidos, tan azules.
– Come’ – repliqué llevándome una bolita de chocolate a la boca.
– Ah… Y, ¿por qué aquí? ¿dónde está Zillah?
– T’abajando.
– Ah.
Se hizo el silencio. Annecy me miró sin saber qué decir.
– Será mejor que vuelva a… – la humana señaló hacia el terreno de su espalda.
– Venía a invita’te a comeh a ti tambié’.
– No me gusta el chocolate.
– No, a comeh comi’a.
– ¿El chocolate no es comida? – me miró confusa.
– A come’ a mi casa. No sé po’ qué te resu’ta tan difícih comunica’te conmigo, he ehtudia’o el idioma dehde niño.
– No te entiendo.
– Yo ta’poco. Me obligó mi mad’e, pe’o resu’tó seh buena idea.
– Quiero decir que no entiendo tu invitación… Espera, ¿es una invitación?
– Sí, eh pa’a da’te la bienveni’a al Marjal. Ere’ la prime’a vecina que tengo que vive a menoh de me’ia hora ‘e mi casa.
– ¡Qué bien! – aunque no sonreía.
– ¿Vah a veni’?
– No me has dicho hora ni nada.
– Ve’te hoy a cena’ a la hora a la que t’apetehca.
– Bueno… Vale.
Me marché de su terreno. Cocinar se me da muy mal. Sólo sé preparar desayunos y algunas comidas, pero no sé hacer cenas.
¿Qué toma la gente normalmente para cenar? Yo sólo chocolate. O carne de raptor.
Decidí esperar a que viniese Zillah. A ella se le daba bien cocinar. O por lo menos es tan autoritaria que no permite que nada salga mal.
A media tarde recordé que Zillah estaba trabajando y que ya no venía a verme por las noches, así que tuve que dejar de ordenar mis papeles y corrí al huerto trasero para recoger tomates y hortalizas con los que preparar una ensalada.
Las ensaladas son fáciles. Se lava la verdura, se trocea, se aliña con aceite, sal o una salsa, y todo listo.
Mi timbre sonó cuando terminé de colocar pan con especias en la mesa.
La presentación era sosa con ganas. Pero por una vez había puesto mantel y no se podía ver toda la mugre reseca que tenía mi mesa.
Un día de estos tengo que limpiarla. De hecho, debería hacer limpieza general por todo el salón. En realidad da igual.
– Hola – saludó Annecy.
– Aun e’ de día. ¿Loh humano’ cenáis ‘e día? – pregunté.
– Son las siete… Me dijiste que viniera cuando me apeteciese y pensé que era una buena hora.
– No he ‘icho lo cont’ario – me aparté – pasa, po’ favoh.
– Me temo que la primera vez que estuve aquí no pude decirte lo… acogedor que es tu hogar. Me gusta – creo que fue un comentario forzado.
– ¿Sí? A mí me pa’ece un desaht’e.
– Eso hace que sea más… acogedor – las pausas que hacía antes de utilizar la palabra “acogedor” me daban a entender que no sabía cómo calificar mi casa.
– Eh un desa’tre. Y yo soy vago y deja’o. Sie’pre lo ‘ijo mi abuela – recordé lo que había dicho Zillah recientemente acerca de que seguramente la abuela no me dejaría volver a vivir con ella.
– Vaya… – Annecy estaba incómoda. Mi presencia, mi casa, todo en general parecía aumentar ese sentimiento.
– ¿A qué te de’icah?
– Por ahora a construir una casa.
– Yo a prepara’ cenah pa’a los nuevo’ vecinoh.
– ¿Hay muchos?
– Sólo tú.
– Ah… – de nuevo se hizo el silencio.
– Soy un guerrero, colega. T’ato d’ayudah a la ge’te que vive por e’ta zona. Me cont’atan pa’a acaba’ con plagah, pa’a mata’ a behtias feroceh y cosa’ po’ el ehtilo. Rara ve’ me salen cosa’ dignas de me’ción.
– Yo estudié economía. Iba a montar un mercado en Ventormenta.
– Suena aburri’o.
– Nunca he tenido tiempo para aburrirme – respondió ella con un suspiro. Sus ojos irradiaron tanto miedo que sentí la tentación de ofrecerle los taquitos de verdura de la ensalada como si fuese un pequeño mamífero.
– Eso suena aburri’o y ademáh e’tresante.
– Ser guerrero tampoco es que suene demasiado interesante. Dar palos por ahí en vez de pararte a pensar qué haces con tu vida…
– ¡Qué va! Me paga’ bie’ po’ hacer lo que me guhta, y me sobra tie’po pa’a come’ chocolate en taparraboh, cuida’ el hue’to que plantó mi abuela y pase’ con mi p’ima.
– ¿No haces ejercicio ni entrenas?
– Sí, pe’o no mucho. Mi cue’po es fuehte y ágil po’ natura’eza.
– La verdad es que no sé prácticamente nada de los trols.
– Ni yo. Yo sólo sé sob’e mí.
– Tienes razón. Yo tampoco sé nada sobre el resto de humanos… Absolutamente nada – imaginé que el comentario tenía un significado especial para ella, pero no se lo pregunté porque sonaba tan aburrido como sus estudios de economía.
– Re’thel – dijo Annecy.
– ‘ime.
– ¿Por qué me has invitado a cenar?
– Po’ a’cidente.
– ¿¡Qué!?
– Eh que tu hi’toria eh mu’ rara. Dime, ¿’ónde due’mes?
– En el bosque, rodeada de animales pequeños y suaves, y con una espléndida tienda de campaña.
– ¿Po’ qué t’has i’o de Vento’menta?
– ¿No has visto mis heridas?
– Máh o meno’.
– ¡Hablar contigo es exasperante! – se lamentó.
– ¿T’apetece cena’? – le mostré la mesa extendiendo mi brazo. Me miró como si esperase que le dijera que estaba de broma.
Sacudió la cabeza.
– ¿Qué has preparado?
– Le he pue’to el mante’ y he limpia’o lah silla’.
– Me refería… Me refería a la comida.
– ‘ira – le mostré orgulloso el gran bol de ensalada ya aliñada. Luego destapé un bol pequeño lleno hasta arriba de…
– ¿¡Son las bolitas de chocolate que tenías en el pantano!?
– Sí. ‘ueno, no. E’tas no s’han caí’o al suelo.
– ¿Pero…?
– Eh lo que suelo cena’. Pe’o haré una exce’ción po’que me ha lleva’o mucho tie’po lavah la lechuga y t’oceahla pa’a que fuese fáci’ de digeri’. A loh humano’ os cuehta digeri’la, ¿no?
– Creo que las ensaladas son muy sanas.
– Pe’o los conejoh y otroh pequeños mamífe’os a’macenan loh hie’bajos en el si’tema digesti’o, ¿m’equivoco?
– ¿Es que tú no eres un mamífero? ¿naciste de un huevo?
– ¡A’da! Podría habe’le añadi’o huevo coci’o… Pero ya da igua’. P’uébala y dime qué te pa’ece.
– Está bien.
Annecy se sirvió ensalada en un plato a parte y la probó. Sonrió. Y, aun así, sus ojos siguieron estando llenos de esa expresión, de esa miseria.